sábado, 10 de octubre de 2009

Trabajo Final

Después de haber resuelto los problemas que se me presentaron y redactar una reescritura de mi trabajo, finalmente entregué el mío hace semanas y ahora subo el resultado de tanto esfuerzo.

Mi viaje

Cuando alguien menciona la palabra viaje, mil ideas recorren mi mente. Mis amadas vacaciones en la costa todos los veranos (mi segundo hogar), que tanto disfruto y adoro; viajes cotidianos como ver y compartir con amigas y familiares; y también pienso en otro tipo de viaje que realicé una vez, hace mucho. Podría llamarlo: “viaje solidario”. Pero, ¿qué es un viaje solidario? para mí es una iniciativa personal, depende de cada uno, y tiene como objetivo ayudar a gente necesitada que está en esa situación por distintos motivos. El viaje que yo realicé tenía como fin ayudar a las personas de un barrio carenciado en Santa Fe, que habían perdido todo debido a la inundación.
En ese momento no tenía idea de que todo lo que vería y viviría me marcaría tanto y me dejaría tan profundamente conmovida como ocurrió. Era sólo una adolescente de quince años, que como toda chica de esa edad, vivía más en mi mundo con mis amigas, familia, etc. y no le prestaba demasiada atención a algunas cosas que sucedían en ese momento en el país, si bien uno está al tanto por no vivir marginado.
Lo recuerdo todo perfectamente. Comenzó una mañana en el colegio. Todos estábamos contentos de que la hora de matemática por fin estuviese llegando a su fin, aunque no contábamos con que el rector aparecería para comunicarnos una propuesta.
Entró al aula pidiendo permiso a la profesora, nos saludó a todos cordialmente y comenzó preguntando si estábamos al tanto sobre lo ocurrido en Santa Fe. Algunos estaban más interiorizados en el tema que otros, así es que contó lo sucedido: la ciudad de Santa Fe se encontraba emplazada en la confluencia del río Salado (al oeste de la ciudad) con el río Paraná, con lo cual el incremento del caudal de cualquiera de esos ríos hace que la ciudad se vea invadida por las agua. Según datos del Instituto Nacional del Agua la crecida que se había efectuado del Salado se produjo a una velocidad increíble. Las lluvias sobre la cuenca media del Salado del 22 al 24 de abril habían generado una onda de crecida que llegó a Santa Fe entre cuatro y cinco días después, provocando una destrucción total de muchos lugares. La inundación pasó a denominarse como la peor de la historia del país.
Luego de la explicación, nos contó sobre la movilización que se empezaría a llevar a cabo la semana siguiente. Nuestro colegio, en un convenio con la Universidad Maimónides de Caballito, proponía solidarizarse con la provincia afectada. A partir del día lunes todos deberíamos llevar alimento no perecedero, ropa, cualquier cosa que pueda servir para ayudar a las personas santafesinas a sobreponerse tras la catástrofe de semejante envergadura. Todo lo que lográramos juntar, se llevaría en un viaje a Santa Fe a un barrio carenciado que había sido víctima de la inundación. Ese viaje podrían realizarlo alumnos de tercer, cuarto y quinto año de secundaria, junto con profesionales y estudiantes del último año de la Universidad del departamento de Odontología, Enfermería y Medicina.
Cuando llegué a mi casa conté detalladamente lo sucedido en el colegio ese día y le dije a mis papás que deseaba ir a ayudar. Aceptaron, aunque esperarían la nota oficial que nos mandarían el lunes por la mañana.
Me encerré en mi cuarto y busqué por internet todo lo relacionado a la inundación y al barrio carenciado al que ayudaríamos. Me impactó leer en el diario Clarín, un artículo que bajo el nombre de “Correo de Lectores”, donde una señora escribió diciendo: “… Resido en la ciudad y viví en carne propia esta tragedia. Fui voluntaria en varias zonas de Santa Fe. Primero estuve en Recreo y luego en barrios como Santa Rosa de Lima, donde el agua llegó a alturas absolutamente impensadas. No sé cuantos muertos pudo haber habido. Pero yo misma pude ver que fueron muchos los cadáveres que se encontraron. Y sí puedo asegurar que hubo y hay desaparecidos, gente que no creo que se vaya a encontrar. En la lancha en la que nos manejábamos hemos visto cadáveres, sólo que los levantaba prefectura para que no se los llevara el río…“. Este artículo me dejó petrificada en mi asiento. No se parecía en nada a la imagen de algunas personas damnificadas que tenía en mi mente. Pensé que sólo habían perdido cosas materiales que podrían reponerse, no tenía idea que la inundación había arrebatado la vida de personas.
Seguí leyendo y encontré otro artículo en el que un hombre mayor decía: “En las calles y en las casas las huellas de la inundación están demasiado cercanas. Zanjones con basura y olor fétido, socavones en un asfalto partido, habitaciones filtradas por una humedad que no cesa, cielorrasos que se caen a pedazos. Faltan los muebles en casi todas las casas. Eran muebles de aglomerado, así que hubo que quemarlos. ¿Pero cómo se reemplazan?”. Estaba más que claro que me había hecho una idea errónea del caso. Seguí buscando y encontré fotos que confirmaban la destrucción de muchos lugares de Santa Fe. Cuando vi la altura del agua en algunos edificios y casas junto con los artículos que había leído, recién ahí comencé a tomar conciencia de lo que nos esperaba.
A la noche me costó dormirme. No sabía si era por la excitación de saber que tendría el viaje en una semana, o por las emociones que me dejó leer los artículos y ver las fotos que encontré. No entendía bien mis sentimientos, ¿miedo al panorama que nos aproximábamos a ver o incertidumbre? De madrugada, finalmente, me quedé dormida.
Al día siguiente (sábado por la tarde) comencé a realizar una profunda limpieza de mi guardarropa junto a mi mamá, sacando todas las prendas que ya no usaba tanto, como mi hermano y mis papás. Juntamos una buena cantidad y las guardé en bolsas con mi nombre para poder identificarlas más adelante.
El fin de semana pasó, con emociones presentes como el terror a no ser capaz de poder enfrentar la situación y el pensar si realmente era tan desastroso todo como se comentaba, y llegó el esperado lunes. Nos mandaron el comunicado oficial diciendo que los alumnos que quisieran participar necesitarían las autorizaciones de sus padres. Éramos muchos los que queríamos ser parte de ese viaje y por suerte todos habíamos llevado algo con lo que podíamos ayudar.
Luego de que mis papás firmaran el permiso, no me quedó más que esperar a que llegara el lunes siguiente. La espera se me hizo eterna. Todos lo días después del colegio buscaba más información con el objetivo de viajar lo más interiorizada y preparada posible. Me sorprendió leer en muchos lugares que se afirmaba que la tragedia no fue producto sólo de la lluvia extraordinaria, sino que intervinieron varios factores y todos producidos por el hombre: suelos agotados por los monocultivos, deforestación irracional, en toda la cuenca, rutas mal construidas y el calentamiento global. Todo había ayudado a que la inundación tuviese el efecto que tuvo. Nadie se preocupó por prever y elaborar un plan de emergencia en el caso de que pasara lo que finalmente pasó.
Leí que desde marzo de 2003 diversos medios publicaron noticias referidas a que el Río Salado venía subiendo a un ritmo excepcional y que se estaba gestando una crecida extraordinaria, pero nadie había hecho nada al respecto. La inundación había causado varios daños: el desborde del río Salado había impactado sobre la salud de la población y puso a la ciudad de Santa Fe en una situación sanitaria crítica, la más grave de su historia. Después del pico de la inundación el agua fue descendiendo, dejando al descubierto enormes cantidades de basura. El agua contaminada y los animales muertos o enfermos fueron un foco de infección permanente y el hacinamiento y la falta de higiene no hicieron más que inducir los contagios. Había sarna, micosis, pediculosis, diarrea y cuadros respiratorios agudos. También una gran cantidad de brotes psicóticos y de drogadictos con síndrome de abstinencia. También había muchas personas con la presión alta y con crisis nerviosas.
En total, hubo 23 muertos (reconocidos oficialmente al 8 de mayo de 2003), 28.000 viviendas afectadas, 75.000 personas evacuadas, 5.000 establecimientos agropecuarios fuera de servicio y 2.000.000 de hectáreas fueron las afectadas en el campo.
Toda esta información me superaba. Sentí distintas emociones nuevamente, me alteraba cada vez que leía éstas cosas y luego me calmaba, para volver a alterarme cuando encontraba más información.
Así pasaron los días, y con mis compañeros no comentábamos otra cosa que no tuviese que ver con nuestro próximo viaje.
Finalmente llegó el esperado día. Nos juntamos el lunes a las diez de la noche en la Universidad asociada con el colegio (que también brindaría ayuda), y subimos al micro todo lo que habíamos estado guardando en el colegio para llevar: ropa, comida, algunos colchones, etc.
Tras las despedidas, no quedó más que partir hacia nuestro objetivo. La noche se pasó rápido, algunos durmieron, otros hablaban entre risas, chistes y cantos, y algunas personas solo escucharon música.
El paisaje de la ruta no pudo apreciarse demasiado debido a que era de noche, pero como nunca había viajado a la madrugada me abstraía ver por la ventana de mi asiento el camino poco iluminado que hacía el micro. Como en todo viaje, los sentimientos que se sienten son muchos. En este caso tenían que ver con el hecho de ayudar a toda la gente necesitada por un lado, y el nerviosismo por la expectativa sobre lo que estábamos próximos a vivir.
A medida que comenzamos a acercarnos a la quinta donde nos hospedaríamos (quedaba cerca del barrio carenciado al que ayudamos), tomamos conciencia de los estragos que había causado la inundación. Por todos los lugares que pasamos vimos la marca del agua, nada había quedado libre a su dominación. Casas, autos, locales, todo estaba en un estado deplorable. Era increíble ver personalmente las imágenes que en mi casa me había paralizado frente a la computadora y al televisor. El impacto de ese momento provocó un nudo en el pecho de cada uno de los que estaba allí. Fue uno de los momentos más tristes que viví en mi corta vida. Esas personas necesitaban ayuda y urgente, pues no sólo habían perdido todo lo material que poseían, sino que sus vidas normales habían sida arrebatadas, ya no tenían las mismas necesidades que antes, ni vivían igual que antes, ni pensaban igual que antes. Esas personas habían cambiado, cambiado para siempre. Ahora sus vidas tomaban otros rumbos.
Llegamos a la quinta (todavía conmovidos), nos acomodamos rápidamente como pudimos, tomamos un buen desayuno y nos preparamos para el nuevo y esperado viaje hacia el barrio carenciado. Subimos al micro con mezcla de excitación y miedo ante no saber el panorama con el que nos encontraríamos en ese lugar en particular.
Al llegar nos esperaba un paisaje absolutamente escalofriante. Sobre las calles de tierra yacían algunas casas en muy mal estado: con paredes resquebrajadas pintadas del color de la humedad, techos de chapa volados, sin puerta, sin ventanas, nada de vidrios, nada de seguridad, sin muebles, vacías, inhabitables. A diferencia de la ciudad, el barrio carecía de autos y de muchedumbre, no había nadie por los distintos caminos, parecía despoblado. No sólo provocaba un sentimiento de tristeza y ahogo, sino también una gran impotencia ante la situación.
La escuelita en donde nos instalamos para llevar a cabo las distintas actividades era pequeña, con aulas en estado catastrófico, paredes sucias, sin pintar, sillas, mesas y armarios rotos, también con problemas de humedad, techos que no inspiraban mucha confianza, olores raros, etc. Creo que las palabras no alcanzan para describir el sentimiento de todos al presenciar aquello. Todo lo que veníamos sintiendo se potenció de manera espeluznante.
Enseguida nos encontramos con el grupo acompañante de la universidad que nos esperaba para comenzar con la labor. Nos separamos en grupos grandes liderados por los profesionales y nos ubicamos en las distintas aulas de la escuela para realizar las diferentes actividades: en las aulas más grandes atendían los médicos, en las medianas los odontólogos y en las más pequeñas de todas, que sólo eran dos, algunos alumnos de mi colegio regalaban juguetes y jugarían con los niños más pequeños mientras sus padres se atendían.
La gente del pequeño colegio santafesino con la que se habían puesto en contacto el rector de nuestro colegio y el de la universidad, comenzó a llamar a las personas del barrio para decirles que estábamos allí para ayudar, que podían venir tanto a un chequeo médico como para retirar alimentos y todas las cosas que habíamos llevado. De a poco empezaron a llegar personas de todas las edades. Grandes, chicos, hombres, mujeres, y animales que seguían a sus dueños: como algunos perros, gatos callejeros y hasta caballos.
Lo que sentí en los momentos en que les dábamos todo lo que habíamos llevado, es imposible de describir, no me alcanzan los diccionarios de sinónimos para poder explicar detalladamente el sentimiento que produjo en mí las sonrisas de aquellas personas debido a nuestra presencia y ayuda. Y como nosotros no teníamos palabras para hacer entender a los demás lo que habíamos vivido, aquellas personas tampoco encontraron las palabras suficientes para agradecernos todo lo que hacíamos por ellos.
Todo lo que sentí, fue como si el corazón se llenara de alguna especie de líquido cálido que se extendiera por el cuerpo brindándonos una emoción de bienestar, alegría. Nos sentíamos realizados como personas. Habíamos contribuido a mejorar sólo un poco su vida y ellos supieron hacernos entender mediante palabras y gestos lo agradecidos que estaban con todos nosotros.
El primer día me tocó estar a la mañana, en el área donde se regalaron los juguetes, donde los sentimientos que se expresaban eran alegría mediante sonrisas y exclamaciones de muchos chicos pequeños, mientras que algunos lloraban de emoción por volver a tener algún juguete. Ver la risa nerviosa y de emoción de esos chicos tan pequeños nos derretía de ternura y nos fortalecía para seguir ayudando.
Luego de un rápido almuerzo volvíamos a nuestra labor. Esta vez me tocó ayudar en el área de Odontología, donde regalamos cepillos dentales y enseñamos la manera adecuada para una buena limpieza. Tras media hora de explicación, todos entendieron y prometieron seguir con los cuidados de sus dientes. Lamentablemente, mientras al principio repartíamos los cepillos dentales, los niños no tenían muy en claro lo que era y creían que servía para cepillarse el pelo. Desgraciadamente, muchos adultos también. A algunos se les caía el cepillo al suelo y sin importarles el hecho de estar sucio y lleno de tierra (así eran todas las calles del lugar), volvían a meterlo en su boca. Me sorprendí y horroricé ante la ignorancia de la gente. ¿Cómo un pueblo, una nación como la nuestra puede dejar que sus habitantes no conozcan el mínimo cuidado para la salud que debe tener una persona? La ira contra las autoridades y su falta de preocupación me impactaba.
El segundo día lo pasé entero en el área de doctores. Junto con otros alumnos de mi colegio, nos encargábamos de organizar los pacientes de los distintos médicos que había. Debíamos anotar sus nombres, DNI, etc. a medida que llegaban, y hacerlos pasar al aula convertida en consultorio. Cuando mi doctor a cargo dejó ir a su paciente, me dijo que llamara al próximo. Me paré y sobre todas las voces que hablaban fuertemente pronuncié el nombre de una persona de manera fuerte y clara. El nombre no lo recuerdo, pero si el hombre que respondió ante mi llamada: era una persona mayor, con paso lento y cuidado; poseía un bastón en su mano derecha con el cual se ayudaba a caminar y a sostenerse. Cuando me di cuenta de quien era, caminé rápidamente hacia él, me puse a su lado y él tomó fuertemente mi brazo. Lo acompañé hacia el consultorio y cerré la puerta al irme. Minutos después el hombre salió. Me dijo que el médico le había dado una vacuna que no tenía y que ahora iba a su casa para traernos como regalo un adorno suyo (el cual conserva el doctor, era un pequeño centro de mesa hecho a mano, una artesanía). El hombre, con lágrimas en los ojos, me abrazó fuertemente mientras me agradecía todo lo que estábamos haciendo por ellos. Sorprendida y conmovida le respondí también con lágrimas en los ojos ante esa demostración de afecto inesperada, que no debía agradecernos: “esto es lo que todas las personas deberían hacer”. Fue uno de los momentos más gratificantes que tuve en mi vida. El sentimiento de amor y gratitud que emanaba esa gente era lo que a nosotros nos demostraba cuanto valía para ellos lo que estábamos haciendo y a nosotros nos llenaba el alma y el corazón con alegría, paz, y a la vez impotencia por no poder ayudar más.
El tercer y último día estuve en un aula pequeña que al lado tenía una pequeña cocina. Preparábamos desayunos, almuerzos y meriendas para la gente que venía luego de atenderse. Nuestros turnos para cocinar eran rotativos, mientras un grupo estaba en la cocina el otro podía sentarse a comer y charlar con la gente. En una ocasión una niña de 16 años con 3 hijos (uno en brazos de menos de un año) nos decía que si podíamos que nos lleváramos a uno, ya que seguramente le daríamos una mejor vida que ella y que en cuanto mejorara su situación, que se lo llevemos de vuelta. A todos se nos heló la sangre. Esto habla por un lado, del amor de una madre que aunque niña sabe cómo es su realidad y quiere lo mejor para sus hijos, y en su contracara nos muestra la situación en la que se encontraban todas las personas que habitaban allí.
Por ser el último día, en una de las aulas medianas de la escuela, algunas personas del barrio (madres, maestras, niños, etc.) nos hicieron un pequeño festejo como forma de agradecimiento por haber ido. Dieron un pequeño discurso sobre lo que significaba para ellos nuestro viaje: ayudarlos a volver a empezar. Demostramos que si todos colaboramos es posible salir adelante. Nuestro rector contestó emocionado: “… Todos formamos parte de un mismo país, una misma nación. Todos debemos ayudarnos cuando nos necesitamos, solo así podremos mantenernos unidos y fuertes…”.
El viaje de vuelta lo utilizamos para descansar, dormimos la mayor parte del tiempo. Cuando llegamos no podíamos parar de contar todo lo que habíamos vivido. Sabíamos que nuestra marcha había dejando muchas necesidades insatisfechas, pues necesitaban más cosas, pero ayudamos a que un pequeño barrio carenciado mejorara sus condiciones y les sea más fácil volver a empezar de nuevo. No volvimos a realizar otro viaje, pero si seguimos enviando cosas que pudimos juntar en las semanas siguientes. Nos fuimos dejando sólo un poquito más lleno el vacío que produjo la inundación, y nosotros nos fuimos con el corazón lleno de alegría y a la vez tristeza por no poder hacer más por ellos.
Cada actividad en la que participé me brindó distintas experiencias, algunas relacionadas con la gratificación de las personas, y otras con la ignorancia de un lugar debido a que desgraciadamente muchos no asistían a escuelas. Cada uno de esos instantes están firmemente grabados en mi mente y corazón. Con sólo recordarlos un escalofrío recorre mi espalda.
Fue una experiencia única e increíble, que jamás olvidaré.

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