lunes, 17 de agosto de 2009

Primer Borrador

Era una mañana más en el colegio. Todos estábamos contentos de que la hora de matemática por fin estuviese llegando a su fin, aunque no contábamos con que el rector aparecería para comunicarnos una propuesta.
Entró al aula pidiendo permiso a la profesora, nos saludó a todos cordialmente y nos contó sobre la movilización que se empezaría a llevar a cabo la semana siguiente. Todos estábamos al tanto de la destrucción que había provocado la inundación de Santa Fe, la peor de su historia, según diarios y noticieros. Nuestro colegio, en un convenio con la Universidad Maimónides de Caballito, proponía la solidaridad con la provincia afectada. A partir del día lunes todos deberíamos llevar alimento no perecedero, ropa, cualquier cosa que pueda servir para ayudar a las personas santafesinas a sobreponerse tras la catástrofe. Todo lo que lográramos juntar, se llevaría en un viaje a Santa Fe a un barrio carenciado que había sido víctima de la inundación. Ese viaje podrían realizarlo alumnos de tercer, cuarto y quinto año de secundaria, junto con profesionales y estudiantes del último año de la Universidad del departamento de Odontología, Enfermería y Medicina.
Cuando llegué a mi casa conté detalladamente lo sucedido en el colegio ese día y le dije a mis papás que deseaba ir a ayudar. Aceptaron, aunque esperarían la nota oficial que nos mandaría el lunes por la mañana.
Me encerré en mi cuarto y busqué por internet todo lo relacionado a la inundación y al barrio carenciado al que ayudaríamos. Me impactó leer en el diario Clarín, un artículo que bajo el nombre de “Correo de Lectores”, escribió una señora diciendo: “… Resido en la ciudad y viví en carne propia esta tragedia. Fui voluntaria en varias zonas de Santa Fe. Primero estuve en Recreo y luego en barrios como Santa Rosa de Lima, donde el agua llegó a alturas absolutamente impensadas.
No sé cuantos muertos pudo haber habido. Pero yo misma pude ver que fueron muchos los cadáveres que se encontraron. Y sí puedo asegurar que hubo y hay desaparecidos, gente que no creo que se vaya a encontrar. En la lancha en la que nos manejábamos hemos visto cadáveres, sólo que los levantaba prefectura para que no se los llevara el río…“. Este artículo me dejó petrificada en mi asiento. Seguí leyendo y encontré uno en el que un hombre mayor decía: “En las calles y en las casas las huellas de la inundación están demasiado cercanas. Zanjones con basura y olor fétido, socavones en un asfalto partido, habitaciones filtradas por una humedad que no cesa, cielorrasos que se caen a pedazos. Faltan los muebles en casi todas las casas. Eran muebles de aglomerado, así que hubo que quemarlos. ¿Pero cómo se reemplazan?”.
Definitivamente nos esperaba un panorama atroz. Seguí buscando y encontré fotos que confirmaban la destrucción de muchos lugares de Santa Fe.
A la noche me costó dormirme. No sabía si era por la excitación de saber que tendría el viaje en una semana, o por los sentimientos que me dejó leer los artículos y ver las fotos que encontré. Al día siguiente (sábado por la tarde) comencé a realizar una profunda limpieza de mi guardarropa junto a mi mamá, sacando todas las prendas que ya no usaba tanto yo, como mi hermano y mis papás. Juntamos una buena cantidad y las guardé en bolsas con mi nombre para poder identificarlas más adelante.
El fin de semana pasó y llegó el esperado lunes. Nos mandaron el comunicado oficial diciendo que los alumnos que quisieran participar necesitarían las autorizaciones de sus padres. Éramos muchos los que queríamos participar del viaje solidario y por suerte todos habíamos llevado algo con lo que podíamos ayudar.
Luego de que mis papás firmaran el permiso, no me quedó más que esperar a que llegara el lunes siguiente. La espera se me hizo eterna. Con mis compañeros no comentábamos otra cosa que no tuviese que ver con nuestro próximo viaje.
El lunes a las diez de la noche nos juntamos en la Universidad asociada con el colegio para también brindar ayuda, y subimos al micro todo lo que habíamos estado guardando en el colegio para llevar: ropa, comida, algunos colchones, etc.
Tras las despedidas, no quedó más que partir hacia nuestro objetivo. La noche se pasó rápido, algunos durmieron, otros hablaban entre risas, chistes y cantos, y algunas personas solo escucharon música.
El paisaje de la ruta no pudo apreciarse demasiado debido a que era de noche, pero como nunca había viajado a la madrugada me abstraía ver por la ventana de mi asiento el camino poco iluminado que hacía el micro. Como en todo viaje, los sentimientos que se sienten son muchos. En este caso tenían que ver con el hecho de ayudar a toda la gente necesitada por un lado, y el nerviosismo por la expectativa sobre lo que estábamos próximos a vivir.
A medida que comenzamos a acercarnos a la quinta donde nos hospedaríamos (quedaba cerca del barrio carenciado al que ayudamos), tomamos conciencia de los estragos que había causado la inundación. Por todos los lugares que pasamos vimos la marca del agua, nada había quedado libre a su dominación. Casas, autos, locales, todo estaba en un estado deplorable. Era increíble ver personalmente las imágenes que en mi casa me había paralizado frente a la computadora y al televisor. El impacto de ese momento provocó un nudo en el pecho de cada uno de los que estaba allí. Fue uno de los momentos más tristes que viví en mi corta vida. Esas personas necesitaban ayuda, urgente.
Llegamos a la quinta, nos acomodamos rápidamente, tomamos un buen desayuno y nos preparamos para el nuevo y esperado viaje hacia el barrio carenciado. Subimos al micro con mezcla de excitación y miedo ante no saber el panorama con el que nos encontraríamos.
Al llegar nos esperaba un paisaje absolutamente escalofriante. Sobre las calles de tierra yacían algunas casas en muy mal estado: con paredes resquebrajadas, techos de chapa volados, sin puerta, sin ventanas, nada de vidrios, nada de seguridad, sin muebles, vacías, llenas de humedad, inhabitables. A diferencia de la ciudad, el barrio carecía de autos y de muchedumbre, no había nadie por los distintos caminos, parecía despoblado. La escuelita en donde nos instalamos para llevar a cabo las distintas actividades era pequeña, con aulas en estado catastrófico, paredes sucias, sin pintar, sillas, mesas y armarios rotos, también con problemas de humedad, techos que no inspiraban mucha confianza, olores raros, etc. Creo que las palabras no alcanzan para describir el sentimiento de todos al presenciar aquello.
Enseguida nos encontramos con el grupo acompañante de la universidad que nos esperaba para comenzar con la labor solidaria. Nos separamos en grupos grandes liderados por los profesionales. Una vez ubicados en las distintas aulas de la escuela para realizar las diferentes actividades, la gente del pequeño colegio santafesino con la que se habían puesto en contacto el rector de nuestro colegio y el de la universidad, comenzó a llamar a las personas del barrio para decirles que estábamos allí para ayudar, que podían venir tanto a un chequeo médico como para retirar alimentos y todas las cosas que habíamos llevado. De a poco empezaron a llegar personas de todas las edades. Grandes, chicos, hombres, mujeres, y animales que seguían a sus dueños: como algunos perros, gatos callejeros y hasta caballos.
Lo que sentí en los momentos en que les dábamos todo lo que habíamos llevado, es imposible de describir, no me alcanzan los diccionarios de sinónimos para poder explicar detalladamente el sentimiento que produjo en mí las sonrisas de aquellas personas debido a nuestra presencia y ayuda. Y como nosotros no teníamos palabras para hacer entender a los demás lo que habíamos vivido, aquellas personas tampoco encontraron las palabras suficientes para agradecernos todo lo que hacíamos por ellos.
Cada actividad en la que participé me brindó distintas experiencias, algunas relacionadas con la gratificación de las personas, y otras con la ignorancia de un lugar debido a que desgraciadamente muchos no asistían a escuelas.
Uno de los momentos que más me sorprendió y sobresaltó fue trabajando en el área de Odontología, donde regalamos cepillos dentales y enseñamos la manera adecuada para una buena limpieza. Todos los niños al principio, mientras los repartíamos, no tenían muy en claro lo que era y creían que servía para cepillarse el pelo. Desgraciadamente, muchos adultos también. A algunos se les caía el cepillo al suelo y sin importarles el hecho de estar sucio y lleno de tierra (así eran todas las calles del lugar), volvían a meterlo en su boca.
Otro momento que me tomó desprevenida, fue cuando estaba en el área de doctores. Pronuncié el nombre de una persona con voz fuerte y clara luego de que uno de los doctores me lo indicara y un hombre mayor se aproximo hacia mí. Lo acompañé hacia el consultorio y cerré la puerta al irme. Minutos después el hombre salió. Me dijo que el médico le había dado una vacuna que no tenía y que ahora iba a su casa para traernos como regalo un adorno suyo. El hombre, con lágrimas en los ojos, me abrazó fuertemente mientras me agradecía todo lo que estábamos haciendo por ellos. Le respondí también con lágrimas en los ojos ante esa demostración de afecto inesperada, que no debía agradecernos, que esto es lo que todas las personas deberían hacer. Fue uno de los momentos más gratificantes que tuve en mi vida.
Como esta anécdota pude llevarme muchas, aunque algunas no tan buenas: en una ocasión una niña de 16 años con 3 hijos (uno en brazos de menos de un año) nos decía que si podíamos que nos lleváramos a uno, ya que seguramente le daríamos una mejor vida que ella y que en cuanto mejorara su situación, que se lo llevemos de vuelta. Esto habla por un lado, del amor de una madre que aunque niña sabe como es su realidad y quiere lo mejor para sus hijos, y por otro lado nos muestra la situación en la que se encontraban todas las personas que habitaban allí.
Así transcurrieron tres días. Nos levantábamos temprano, desayunábamos y nos embarcábamos rumbo al barrio para ayudar a más gente. Finalmente el último día llegó. En una de las aulas de la escuela, algunas personas del barrio (madres, maestras, niños, etc.) nos hicieron un pequeño festejo como forma de agradecimiento por haber ido. Dieron un pequeño discurso sobre lo que significaba para ellos nuestro viaje: ayudarlos a volver a empezar. Demostramos que si todos colaboramos es posible salir adelante. Nuestro rectos contestó emocionado: “… Todos formamos parte de un mismo país, una misma nación. Todos debemos ayudarnos cuando nos necesitamos, solo así podremos mantenernos unidos y fuertes…”.
El viaje de vuelta lo utilizamos para descansar, dormimos la mayor parte del tiempo. Cuando llegamos no podíamos parar de contar todo lo que habíamos vivido. Sabíamos que nos habíamos marchado dejando muchas necesidades insatisfechas, pues necesitaban más cosas, pero ayudamos a que un pequeño barrio carenciado este en mejores condiciones y les sea más fácil volver a empezar de nuevo. No volvimos a realizar otro viaje, pero si seguimos enviando cosas que pudimos juntar en las semanas siguientes.
Después de haber vivido esa experiencia, no puedo más que afirmar que para mí, el viaje solidario es el más gratificante que pueda existir. Renueva el alma y se ayuda al que lo necesita. Fue una experiencia única e increíble, que jamás olvidaré.

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